domingo, 12 de diciembre de 2010

Kleenex... ¡Siempre contigo!

Lo único que quería hacer en esta entrada era apapachar mi dolor, mi tristeza y no lo haré porque la verdad es que no quiero porque no me servirá de nada, y solamente insultaré a mi conciencia y no se vale, no se vale que después de tanto tiempo, y no sólo el tiempo sino la forma en la que lo he vivido me sienta ahorita tan mal.

Qué esperaba?... de verdad me pregunto, por qué otra vez?
Tengo que ser cruel?...

No.

Miro bien, observo y mi sonido es claro, no te quiere y te duele que no te quiera, que no te quiera esa persona y quieres creer, todo el tiempo quieres creer, quieres hacer tantas cosas, y en unos minutos llegan las lágrimas, el miedo, y no logras ver, y quieres volver a ver y no puedes y te empiezas a sentir chiquito y dejas de escuchar y dejas de hacer porque sólo quieres llorar y quieres sentirte mal…

Cierto es que tu ya no deberías estar tan tarde por aquí, es por eso que cuesta tanto darte un tiempo que he olvidado cómo se comparte.

Miré sola mi amor, sola mi dolor, sola mi olvido, y hoy tampoco estas aquí.

15 minutos solamente, si se llora más es que se está recreando el dolor, y el llanto ya no es genuino… tengo que decirlo otra vez, tú no estas.

Debería enamorarme de los kleenex ellos siempre están.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Elogio de la lectura y la ficción

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.

jueves, 2 de diciembre de 2010

me and donny, we believe in music

Obsesionada desde niña en la vida del tiempo, tiempo que marca la música naturalmente…

Amo moverme y equilibrar mi vida recordando que puede terminar al final de cada movimiento.

Inexperta viví la coreografía de mis padres, de mis hermanas, de mis amigas, y creo que pocas veces la mía ya que siempre alguien me impulsaba al movimiento, pero no creo que eso sea algo malo ya que era y es en ambas direcciones.

Ya sea para abrazar al que me provoca amores o para alejarme de lo que me causa aversión, y es qué tenemos tantas opciones de movimiento, lo que falta es voluntad.
Todo te provoca moverte, desde el azul del cielo que te pide que voltees a verlo, no sin antes que las nubes se interpongan en tu camino.

Todo es un gran baile donde no hay espacio, ni tiempo porque tienes miedo que el de al lado te pise o te choque mientras intentas llegar a donde quisieras estar.

Esta coreografía que me ha hecho vivir sin saber qué pasará me ha hecho regresar una y otra vez a lugares en donde ya he cantado una y otra vez sin que me escuches o pueda empujarte de mi vida y seguir caminando… Escucha, porque ahí he estado escondida.

No todos escuchamos la misma música y a veces sólo queremos descansar de la gente que constantemente nos da en el hombro haciendo que desviemos la mirada.
Ya se me rompió la punta del lápiz.

jueves, 4 de noviembre de 2010

cinco años

tuya es mi sonrisa, mía es tu caricia, caricias que das a las almas de todos nosotros que te amamos desde antes de conocerte.

He pasado por toda clase de sentimientos contigo, desde el miedo, hasta la completa y absoluta felicidad, y es que cuando veo tus ojitos sólo soy amor, cuando veo el reflejo del sol en tu pelo y tu sombra en los pasillos me convierto en emoción.

Y recuerdo tus primeras palabras y es automática la alegría, contigo todo me llega fácil, no hay esfuerzos, todo me va bien, tu sonido, tu enojo, tus exigencias me hacen sentir completa.

Contigo soy amor.

lunes, 25 de octubre de 2010

La misma historia

Ocho meses después otra matanza en Juárez, otro fin de semana de masacres en el norte del país.

Arriba esta el dolor.

Más jóvenes que no escucharon la voz, que no tuvieron oportunidad alguna más que la de perder sus ojos en las razones del otro. Tiempo muerto se vive en Juárez.

Destino.

Sangre que corrió alrededor de sus casas llenando como agua vasta, refrescante, asfixiante, muerta, la vida de sus familiares.

Los muertos ya no regresan pero tampoco se van, y el amargo dolor que ahora poseen los que quedaron “vivos” tampoco se irá.

Qué vida les quedó a contemplar…

Esos hijos que perdieron, besos en las frentes, sueños velados, también perdidos ya.
Ese cansancio de tanto amar a sus niños ahora descansa en paz, debe descansar en paz, no hay otra opción.

Cuánto amor… Vida, cuánto dolor, cuánto adiós…

Nada es libre en esta tierra.

Mucha consideración asesina se respira a una semana del día de muertos, y es que querían más ofrendas.

Manden más cempasúchil, y más veladoras, que lleguen las disculpas del presidente, organicen las expresiones antes de que se marchiten en las tumbas, que hoy huele a polvo, gargantas en los nudos, que anochezca de una vez, y cubran a los muertos, a los muertos nada más.

lunes, 18 de octubre de 2010

Hay que llegar

No hay límite en el alma humana.
No intentes encontrarlo.
Palpitamos en los labios de los que amamos.
Pertenecemos a lo que cambia aunque no lo queramos.
Y volvemos a amar.
Entonces, procuremos la fertilidad de nuestros sentidos.
Palabras despiertas, cantos en el viento, reflejos brillantes en los ojos de los que nos aman, que inflaman nuestro corazón.
No hay números sólo amor extraordinario en donde todos podemos aterrizar.
Solamente hay que llegar.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

mejor poesía

En lugar de darle respuestas al que reacciona y no responde, mejor poesía.

Es algo que hoy me he repetido desde que desperté, subí al auto y puse un poquito de todo hasta que me entregué a Bach como siempre, como en este momento en que es tan necesario entregarse a lo bueno y entender la distinción de la virtud y evitar el vicio, él tan atractivo vicio, tan guapo y tan eficaz de hacernos querer dejar de contemplar la belleza.

En la elección renunciamos, es justo y necesario, en verdad es justo y necesario... y hoy renuncio a lo que me hace daño, a lo que no me alimenta y sólo me envenena, renuncio a los haters! i love the lovers, i love to love, soy una amorosa y qué! renuncio a ser violenta y violentar con pobreza de alma... Nelson Mandela dijo una vez, "tener resentimientos es como tomar veneno y pensar que va a matar a tu enemigo"...

No, no soy optimista sólo quiero contaminarme de sonidos, letras y aromas buenos, por eso, mejor poesía...

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre �¡qué bueno!� han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

Jaime Sabines.

lunes, 20 de septiembre de 2010

¿cuál patria?

Qué les pareció la celebration bicentenarius 2010????, lucidora no?, digo si se gastaron lo que se gastaron mínimo esperaba lo que ví, harto ruído, harta luz y sonido, hartos cuetitos y cero expresión real de nuestra mexicanidad.

Asi que yo quedé bastante satisfecha cómo verán...

Al ritmo de krump ando escribiendo esto para que se me quite un poco el maloliente recuerdo de Lo blondo, Natalia Lafourcade y Ely Guerra desentonando canciones like Júrame, La Sandunga o La Llorona, sones cómo estos viven en mi cabeza con voz de Eugenia León, Lila Downs o la virgen de media noche, Astrid Hadad... lastima que se le quería dar un toque alternativo hipsteron a la música dirigida por Alondra de la Parra, una vez más las cosas se pudieron hacer bien y se volvieron a equivocar ya que los lentes de Lo blondo cantando cual hermanita Vivanco con el regalito de Lafourcade y los alaridos de Ely Guerra pensándose en unplugged con Beto Cuevas insistiendo en no pronunciar bien la letra "a" al cantar (yo creo que ha de pensar que es kinda cool), me hicieron aborrecer todo aquel sentimiento patriótico que se me haya ocurrido abrazar la noche del grito bicentenario.

Bueno es un día más, un día nuevo y quéee creen? Veracruz esta más jodido, y por lo menos, me permitiré un día más añorar que ese dinero se hubiera donado al estado que vió nacer a Toña La Negra, o que se hubiera gastado en algo más que en quince minutos de pirotécnia que sólo me hizo pensar en contaminación.

Entiendo lo que se celebró y lo celebré de corazón, aunque mis deseos eran otros, menos humo producido por la pirotécnia, aunque pensándolo bien ese humo era necesario si hablamos de lo que estaba a la vista... Puritita genialidad abrumadora al ritmo del sha la la de Syntek.

viernes, 10 de septiembre de 2010

millones de por medio

Ultimamente pasa que mis oídos no dejan de escuchar la palabra "millones", millones de dolares a pagar por parte de Grupo Radio Centro a Gutierrez Vivó, millones de pesos que le debe el ex presidente Echeverría, las hijas, las nietas o las inmobiliarias al abogado del mismo, millones para el festejo del Bicentenario...(serán millones??), millones para las ipads de los animalitos de San Lázaro, miles de millones de pesos para la tv digital, bueno... hasta 20 millones de banderitas e himnos para sentirnos más bicentenarios...

¿y los millones para los damnificados, para los enfermos, los que quieren estudiar, para las calles, que en lugar de cerrarlas deberían arreglarlas... de nuevo me encuentro sin poder encontrar...

Así va esta ciudad en unas notas abajo, abajo, y no tiene mayor composición, dejándo sus instrumentos oxidarse, desafinarse hasta que no sirvan más, YO QUIERO QUE SEA DIFERENTE PERO NECESITO PRUEBAS PARA QUE LA GENTE ME CREA QUE PODEMOS CAMBIAR, ESTOY ATADA A ESTA SILLA, SIN PODER CUESTIONAR AL QUE ME APUNTA Y QUE ME QUITÓ LA LIBERTAD.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

buenas y malas

hoy desperté con el mismo sueño de ayer, pero emprendí el vuelo para venirme a trabajar y de nuevo encontré más calles cerradas, más gente enloquecida en el tráfico, no justifico, pero comprendo.

la próxima semana es el festejo de la independencia y por eso desde el día de ayer la ciudad ya es un real y completo desmadre.

pero bueno, mi día va bien acompañado de Carmen Aristegui y el neuras de Ruiz Healy que la verdad me hacen los minutos, y a veces horas en el tráfico, y la verdad es que no me siento ni remotamente mejor de cómo estaba ayer que escribí sobre mis preocupaciones referentes a México y su autodestrucción.


Una cosa si me pareció tremendamente bonita el día de hoy y aunque pasaron nueve años, en el caso de una de ellas, para llegar a la libertad, nada me llena más de felicidad que enterarme que ayer por fin fueron liberadas las mujeres de Guanajuato acusadas de infanticidio y demás estupideces... No me llena de orgullo que hayan tardado tanto, pero sí de esperanza que entre tantas personas equivocadas que manejan este país exista una siquiera que de le solución a estos asuntos.

También estoy contenta porque Margo Glantz, escritora mexicana de 80 años, ganó hoy el premio FIL (antes Juan Rulfo), y es la primer mujer mexicana en ganarlo. Y como ella pienso que México esta en estado de derrumbe, pero qué maravilla poder seguir siendo testigo de este tipo de acontecimientos.

Ando sorprendida ya que mientras cuento esto el ánimo me vuelve un poco y ya no estoy tan apática como inicié este post.

No acostumbro el café sin azucar y ahorita que le dí un sorbo, ay que mentada de madre es la vida sin ella.

martes, 7 de septiembre de 2010

Otro muerto

Es una real y completa estupidez que las contraseñas que tienes para acceder a tu mail, twitter, facebook, o blog o lo que se les ocurra, tengan algo que ver con una persona que amaste o te gustó o ámbas, yo creo que no escribo tanto en mi blog debido a eso, el sólo hecho de poner mi contraseña para acceder a mi blog hace que me arrepienta como una loca de haberme resgistrado en mis tiempos de enamoramiento, porque se me haya olvidado o no esta persona me la recuerda y qué molesto es cuando aparte no tienes buenos recuerdos de dicha persona... pero esto sólo fue un paréntesis, pero acepten el consejo, no pongan el nombre de su novi@ en sus contraseñas si no quieren encabronarse cuando truenen.
De lo que verdaderamente quiero hablar es de lo terriblemente preocupada que estoy por la situación en México.

Me siento acorralada y creo que no soy la única, y lo más impactante de todo esto es que yo no vivo en Tamaulipas, o en Cd. Juárez, pero si vivo en el Edo. de México dónde la inseguridad cada día cobra más vida.

Me asombra la incapacidad de nuestro presidente, la poca vergüenza del cardenal Norberto, de acusar de asesino y corrupto a México, ojalá el tuviera el mismo ojo juicioso con los padres pederastas... y con las redes de corrupción en su iglesia.

Cada vez que veo algo referente al bicentenario se me revuelve el estomago, pensando en los hospitales, escuelas que faltan, en las calles sin arreglar, en la gente que muere de hambre, en la falta de conciencia por parte de nuestras autoridades, en el presupuesto destinado a los enfermos mentales, los niños, o los enfermos de VIH. Quiero claridad y no la encuentro.

Quisiera tener una visión más esperanzada, o más optimista, porque es una realidad que yo sigo y seguiré esperando porque esta situación avance, pero es un hecho que al escuchar que hay 32 municipios sin policia en Tamaulipas, específicamente en Ciudad Mier, Tamaulipas, donde hace algunos días hubo 27 muertos en un enfrentamiento entre ejercito y sicarios y no se habló más, y al mismo tiempo los
72, 73, 76 (porque no se ponen de acuerdo en la cifra) de los inmigrantes muertos también en Tamaulipas, y un día después militares matan en Nuevo León a un padre e hijo en un retén por error!, a lo que el presidente responde como que lo lamenta profundamente, (como siempre), pero que es su obligación revisar los automóviles que pasan por un retén... me cuesta trabajo ser optimista... pero también es un hecho que el ejercito no esta preparado para hacer esas tareas, no tienen ningun tipo de capacitación y no tienen ninguna facultad para hacerlo recordemos que Felipe los puso ahí por pura desesperación.

Hoy escuché sobré dos hermanos que fueron secuestrados, o más bien desaparecieron en Tamaulipas, y me acordé cuando Ciro Gómez Leyva, se atrevió hace unos meses a decir que en Tamaulipas no pasaba nada... y le recriminó a Maerker estar diciendo lo contrario, la esposa de uno de los hermanos, esta embarazada y hace días que no sabe nada sobre su marido, y el gobierno de Tamaulipas dice que no le compete la investigación, ¿qué se hace en esos casos? Una mujer embarazada que no sabe dónde buscar a su marido, muerto tal vez y dónde reclama, dónde lo busca...

Dónde buscamos nuestra patria señor presidente, dónde buscamos nuestra tranquilidad, en dónde encontrar la celebración de un pueblo que no es independiente de su decidia y de su gusto por la destrucción?

entre los más de 28, 000 muertos...

martes, 6 de julio de 2010

feliz cumpleaños Frida

Nunca nadie amó como ella, amó la vida, el color, la muerte, al lienzo y las naturalezas muertas... enseñó que el tiempo que marca al sufrimiento también se goza, amargamente en el desamor de su propio cuerpo enfermo y sin voluntad de movimiento... prisionera de Diego hasta el último aliento, fijado en lo más profundo de su frente, en ese ceño fruncido de dolor y amor no correspondido, así caminó, con un barquito en su pié derecho y una columna rota.

jueves, 13 de mayo de 2010

No soy

Pienso en Bukowski tanto, "Es tan fácil ser poeta
y tan difícil ser
hombre", no podría estar más de acuerdo, aunque en estos momentos encontrarse con poetas también ya es difícil sobre todo uno que lo acepte... todo lo que para mí es ser hombre veo que difiere de la definición de las demás personas, porque a mi se me da la gana quiero interpretar esta frase no sólo como exclusiva del género masculino, y evidentemente no empezaré a decir cosas feministas, no, más bien quisiera tomarlo como que es tan difícil ser persona. Quisiera ser de tantas formas para ser la persona que deseo ver pero igual como dice mi terapeuta... SON CREENCIAS... todo es una gran creencia, y entiendo que mi dedos tocan letras y hubiera querido que tocaran lo que Chopin, o que mis ojos vieran algo menos drámatico que la realidad porque aunque quiera tener esa idea que quiero de que no pasa nada, pasa y mucho pero regresa a mi corazón la idea de que todo es una gran ilusión y entonces no habrá que preocuparse de aquí a que llegue el siguiente minuto con la otra idea de no eres Buda.

lunes, 10 de mayo de 2010

Finalmente

Hoy de camino a mi trabajo, empezó en mi iPod la canción de finalmente de Eugenia León, y recordé aquel rompimiento que me costó tres años y un poco más superar. Mientras escuchaba la tremenda voz de Eugenia, que como siempre me hace sentir cosas maravillosas no importa el tiempo, me di cuenta de cuántas veces somos capaces de repetir una canción cuando estamos dolidos, yo no recuerdo francamente el número de veces que puse esa canción en los peores momentos de la depresión! y también me di cuenta de nuestra capacidad para ahogarnos en el llanto y conseguir sentirnos peor poniendo ese tipo de canciones que solamente no hacen sentir peor de sólos, de tristes y de sólos... escrbí sólos dos veces, pocas para la de veces que escuchamos all by myself don´t wanna be... http://www.youtube.com/watch?v=6vPYmIzS3DY
Y hoy me encuentro totalmente recuperada de ese desamor y no pude evitar reírme al recordar todas las cosas que hacemos para no enfrentar el verdadero temor al terminar una relación, la soledad, única responsabilidad de la persona que la vive, ya que preferimos definirla como una co- responsabilidad para que el peso de la misma no sea tan terriblemente pesada y frustrante, no estoy diciendo que no haya un duelo real al perder a una persona que significa el mundo para ti, pero sin duda al estar sólos nos percatamos que finalmente no hay nada tan malo para sentirnos como nos sentimos después de una separación.

lunes, 5 de abril de 2010

el que marcaba el paso

Son tantos recuerdos, parecía por un momento que iba a dejar de doler pronto, pero ya hasta el miedo ha llegado en las noches. Lloré hace días recordándolo, y sentí que había pasado, no fue así.
Me decía maestra desde pequeña porque usaba lentes creo que desde que era bebé... y a mi se me iluminaba la vida cuando lo escuchaba chiflar cada vez que entraba a casa de mi abuela. Me mordía los cachetes, me cargaba y me decía siempre... cómo estas mi china preciosa... siempre con una sonrisa, siempre bailando y siempre hablando con ese microfono integrado en la garganta, como toda mi familia.

Quiero pensar que pronto estaremos bien, que como siempre esto es un ejercicio para desapegarme de la gente que amo, casi no tengo miedo y ahora siento que los colores y las voces se iran difuminando cada vez más pronto y como siempre la bronca es de quien se queda aquí. La muerte es envidiable.

miércoles, 17 de marzo de 2010

...

odio los anuncios del bicentenario, en primera no hay nada que celebrar, porque yo no soy la señora que hace tamales, ni el fuckin piano de agustin lara, por qué estamos permitiendo que gasten una cantidad millonaria en esta pendejada, en lugar de empezar a hacer algo por el drenaje, o ciudad juarez, acapulco, michoacán, tamaulipas, o todo el sur donde hay cada vez más niños que se mueren de hambre?

viernes, 1 de enero de 2010

wanting to be

quisiera tener una sola para... siquiera entenderlo, una para decirte y contarte por qué te soñé tal como te veo hoy que desperté junto a ti